Escribo desde niña, desde antes de saber juntar letras para formar palabras. Mis primeras historias las interpretaban mis peluches, pitufos y muñecos de Lego. Años después, cuando ya era capaz de escribir en línea recta, plasmaba mis historias sobre un papel. Narraba mis vacaciones de verano, mis vivencias bruselenses, mis nostalgias. A mis amigos, a mi familia, a mí misma.
Hace ya tiempo que mis manos teclean más que escriben con tinta, pero siento lo mismo que sentía cuando, de niña, abría la boca para contar historias inventadas. Soy feliz mientras escribo, mientras oigo las voces de las musas que me acompañan y me susurran ideas y personajes. Mundos. Al escribir siento que todo es posible, que existe un lugar con risas, ilusión, ganas. Vida.
Narradora por vocación, lo soy también por compromiso. Escribo para defender la alegría, para rescatar la parte del ser humano que hace que valga la pena estar aquí. Vivir.
Defiendo la alegría porque es el único modo que conozco de sobrevivir a la pena, la enfermedad, la decepción, la incredulidad, el horror. El horror. El espanto de la violencia, las guerras, la gente sin escrúpulos, la avaricia desmedida, la codicia de la industria armamentística, plagada de empresarios, banqueros y gobernantes que se empeñan en multiplicar beneficios a cambio de dividir vidas humanas.
Escribo porque no conozco otro modo de soportar el nombre de una guerra más, de una mujer mancillada, de millones de vidas arrebatadas, de otra patera hundida.
Escribo para hallar una grieta luminosa, para encontrar el brillo en el que reflejar una sonrisa.
Escribo.
Y escribiré hasta el día en que se apague la llama que me quema por dentro y me empuja a gritar basta.
Basta de guerras, de injusticias, de vulneraciones de los derechos humanos.
Basta de impunidad, de cinismo y de sarcasmo.
Ninguna violencia en mi nombre.
En mi nombre, la esperanza, la empatía, la solidaridad, el cariño, el humor.
En mi nombre, la defensa de la alegría.
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