
El otro día, ordenando papeles, redescubrí un texto que hace tiempo compartió conmigo mi querida amiga Elsa, ¡hace la friolera de veinte años! Lo llevaba siempre encima porque, antes de que la tecnología irrumpiera en nuestra vida cotidiana, me acompañaban siempre dos objetos: una libreta, en la que anotaba ideas para futuros escritos, y una pequeña carpeta con gomas, en la que guardaba fotografías de personas queridas, artículos periodísticos interesantes, incluso palabras cariñosas que alguien me destinó y que reservaba para momentos bajos. En la actualidad, guardo esto en mi teléfono móvil. ¡Ay si lo pierdo!
¿Conoces el texto Las tres rejas? No sé quien lo escribió ni cuándo, pero siempre me ha gustado. Cuenta una historia de un joven discípulo y un sabio filósofo. «Maestro, un amigo estuvo hablando de ti con malevolencia», le dice. El sabio le pregunta si lo que va a contarle ha pasado por las tres rejas. El joven lo mira extrañado, sin comprender, y el maestro le explica que la primera reja es la verdad: «¿Lo que quieres decirme es cierto?». La segunda, la bondad: «¿Eso que deseas contarme, ¿es bueno para alguien?». La tercera, la necesidad: «¿Es necesario hacerme saber eso que tanto te inquieta?» A todas las preguntas, la misma respuesta: no. El sabio sonríe, y sentencia: «si no es verdad, ni bueno ni necesario, sepultémoslo en el olvido».
Estoy convencida de que si hiciéramos pasar por esas tres rejas todo aquello de lo que nos hacemos eco, las relaciones humanas serían más sanas. Acostumbramos a compartir informaciones sin calibrar el impacto que pueden causar en los demás. Sin darnos cuenta, sin quererlo, hacemos daño, contribuimos a estigmatizar a alguien. Hay personas que lo hacen adrede, pero ese es otro tema. En general, el ser humano es bastante patoso. Nos dejamos llevar por las emociones, por la necesidad imperiosa de hablar de los demás. Es como si una información concreta nos quemara en la boca y necesitáramos expulsarla cuanto antes. ¡Somos unos bocazas! Y nos equivocamos. La sabiduría popular está repleta de referencias a este tema: «somos esclavos de nuestras palabras y dueños de nuestros silencios», «en boca cerrada no entran moscas». Pero qué difícil resulta a veces callarse. No cuidamos del otro.
Tampoco cuidamos de nosotros mismos. En especial, de nuestros pensamientos. Marco Aurelio decía que «la felicidad de tu vida depende de la calidad de tus pensamientos», y precisamente sobre esto he leído hace poco. En El jardín secreto, de Frances Hodgson Burnett, se cuenta cómo «una de las novedades que empezaron a descubrirse en el siglo pasado fue que los pensamientos, los simples pensamientos, son tan poderosos como las pilas eléctricas, tan beneficiosos para uno como la luz del sol o tan perjudiciales para otros como el mismo veneno. Así pues, permitir que penetre en la mente un pensamiento triste o negativo es tan peligroso como dejar que entre en el cuerpo un germen de escarlatina. Y si se permite que una vez dentro se quede allí, es posible que no podamos deshacernos de él en la vida».
No siempre es fácil expulsar los pensamientos tristes o negativos. Cada trayectoria vital es distinta y, en ocasiones, resulta casi imposible superar algunos traumas. Muy a nuestro pesar, quedan grabados a fuego en nuestra alma. Incluso en el cuerpo. Ahora se oye hablar mucho de salud mental. De la necesidad de asistencia psicológica para sobrellevar la existencia. Parece que se van rompiendo tabúes, que se evidencia que vivir no siempre es una tarea fácil. Tan válida es la alegría como la tristeza, la paz como la rabia. Todas las emociones son necesarias, como bien recordaba la película de Pixar Inside Out (Del revés). No lo compliquemos más, usemos las tres rejas en nuestras conversaciones con los demás. Analicemos la calidad de nuestros pensamientos. Estemos alerta. Por nuestro bienestar, por el de quienes nos rodean. Sentemos las bases de un futuro auténtico. Consciente. Solidario. Empático.
El mañana empieza hoy.
Foto: Peratallada
Buen escrito y profundo !! 🥰🥰
¡Gracias, Lali!
Un abrazo!