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Los objetos de nuestra vida

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Cada mañana me despierto con un sonido parecido al de un grillo. Es el canto de mi despertador, entregado a su misión de inaugurar un nuevo día. Lleva treinta años a mi lado. Salvo por agotamiento de pilas, nunca me ha fallado. Es un compañero fiel que ha compartido conmigo madrugones de repaso antes de un examen, noches de insomnio y llanto, y mañanas de sábanas pegadas. Incluso me ha acompañado a países como Guatemala y Montevideo, protegido en la maleta dentro de un calcetín.

Mi despertador no es solo una caja de plástico negra con un botón rojo. Es una muestra de mi individualidad. Antes de él había tenido distintos despertadores prestados. Uno de mi madre, de latón y con una segundera que parecía estar agonizando a cada paso. A la hora señalada, chillaba de tal modo que el susto estaba asegurado. Le siguió otro de mi padre con una radio que, se suponía, despertaba con canciones. No lo hacía. En su lugar solo había desagradables interferencias.

La imagen de mi despertador evoca recuerdos bonitos, como el del día en que fui a buscarlo con mi padre. Me llevó a la relojería del barrio y me ayudó a escoger. ¡Había tantos y tan distintos! Con o sin luz, con o sin radiocasete, eléctrico o a pilas, grande o pequeño, con o sin dibujos. A la vista del resultado, elegí bien. Treinta años juntos son unos cuantos, sobre todo cuando nuestra sociedad se rige por la obsolescencia programada, la programación de la vida útil de un producto. ¡Toma zasca!

A lo largo de la vida nos acompañan todo tipo de objetos. Tenemos nuestros favoritos, esos de los que no nos desprendemos y que cuidamos en caso de mudanza o de viaje. Cadenas, medallas, pulseras, relojes, figuras, cuadros, libros y fotografías se convierten en extensiones de nosotros mismos. Si los perdemos, si se estropean, si nos los roban, el disgusto es inmenso. Son mucho más que cosas; son parte de nuestra esencia. Si además resulta que pertenecieron a personas queridas, su importancia aumenta.

Es tal el poder de los objetos, que resulta extraño verlos sin su propietario. Tengo una caja con joyas de mi madre. De vez en cuando la abro y miro. Toco una cadena, acaricio un anillo, le doy cuerda a su reloj. Barajo la posibilidad de ponerme alguna pieza, de sacarla de paseo. Soy incapaz. Quizá algún día consiga desvincular al objeto de su persona o, al menos, llevarlo sin que se me humedezcan los ojos. Mientras tanto, mi misión es la de cuidadora.

Algo parecido me sucede con el reloj de mi abuelo materno. Tiene una esfera azul a juego con sus ojos que me recuerda la coquetería que le caracterizaba. Consciente de su mirada, acostumbraba a vestir camisas y corbatas azules. Cada uno tiene sus trucos. El reloj luce ahora en la muñeca de su hijo pequeño y no me acostumbro a verlo ahí. Encima, los ojos de mi tío son marrones.

Habrá quien crea que los objetos de nuestra vida son solo cosas materiales; que no son importantes. Lo son. Basta con ver imágenes de gente que lo ha perdido todo por culpa de un incendio, una explosión, una inundación, una erupción volcánica, una guerra. Una maldita guerra. El desgarro que sienten es de proporciones incalculables. Sin duda han salvado lo más importante, su vida, pero los objetos cotidianos también cuentan. Cuida de los tuyos. Disfrútalos. En la defensa de la alegría, cualquier ayuda es bienvenida.

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Publicado en Historia real

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