
El domingo pasado, la escritora nicaragüense Gioconda Belli rompió su pasaporte en directo, durante una entrevista en el canal 24h de RTVE. Lo hizo en señal de protesta, porque las autoridades de Nicaragua le han retirado la nacionalidad. A ella y a más disidentes del gobierno. ¡Trescientos! Para poder quitársela, el gobierno de Daniel Ortega ha reformado la Constitución a su antojo, vulnerando la legislación vigente.
También le han requisado sus bienes. A sus setenta y cuatro años, Gioconda Belli se ha visto privada de todo cuanto poseía; del mundo que ha construido durante décadas, con una escritura que la ha convertido en una de las figuras más importantes de la literatura latinoamericana. Su novela La mujer habitada es tan maravillosa, que se mantiene en el podio treinta y cinco años después de su publicación. Es un long seller.
La escritura de Gioconda Belli respira amor por su país. No en vano, estuvo vinculada al Frente Sandinista de Liberación Nacional de 1970 a 1994. Se entregó a la causa en cuerpo y alma. Hasta que uno de los compañeros de lucha, el actual presidente, mostró su verdadera cara. No es extraño que la escritora declarara: «Nicaragua vive una dictadura como no se veía en América Latina en décadas. De la peor especie, porque es la de alguien que luchó contra un tirano para sustituirlo.»
Debido a sus reiteradas denuncias al régimen, Gioconda Belli llevaba exiliada catorce meses. Sabía que, si regresaba a su país, sería detenida, como lo fueron numerosos candidatos electorales, tuiteros y empresarios que se atrevieron a disentir. Sin embargo, no esperaba un gesto tan ruin como el de pretender privarle de su lugar en el mundo. Mientras recortaba en directo una página de su pasaporte, decía «Quiero que esté claro que yo no soy este documento. Soy Gioconda Belli. Soy una poeta nicaragüense y, cuando la Historia haya olvidado a estos tiranos, yo todavía voy a estar en mis libros como poeta nicaragüense.» ¡Bravo!
A estas alturas del siglo XXI, parece increíble que se pueda castigar a alguien por sus ideas; por pensar diferente; por señalar con el dedo injusticias, abusos de poder. A pesar de todo, Gioconda Belli tiene suerte. Ha perdido la nacionalidad nicaragüense, pero tiene otra: la italiana. De no ser así, sería una apátrida; una persona a la que ningún Estado considera destinataria de la aplicación de su legislación; alguien que existe sin existir; un ser humano invisible como el aire.
Steven Spielberg habla de la apatridia en La Terminal, en la que Tom Hanks interpreta a un apátrida que vive en un aeropuerto. Aunque el argumento te parezca rocambolesco, está inspirado en la historia real de Mehran Karimi Nasseri. Vivió dieciocho años en la sala de salidas de la Terminal 1 del Aeropuerto de París-Charles de Gaulle. Dieciocho años. Sin un lugar al que ir. Viendo a gente yendo y viniendo.
Ser apátrida no es ninguna ganga. Dificulta, si no imposibilita, el ejercicio de derechos básicos como la educación, la atención médica, el empleo o el acceso a una vivienda. Tampoco puedes casarte ni votar. Por supuesto, olvídate de viajar a otro país: ¡no tienes pasaporte! La mayoría de los apátridas lo son por discriminación por etnia, religión, género. También te conviertes en uno si naces en un país que ya no existe. Es lo que les pasó a cientos de miles de personas de la antigua Unión Soviética: tras la ruptura, se quedaron sin nacionalidad, porque no pertenecían a ninguno de los países que se crearon. También te toca la apatridia si naces siendo un desplazado interno o un refugiado. Pasa cada diez minutos.
Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), en el mundo hay diez millones de apátridas. Gente como tú y como yo que, por circunstancias diversas, han perdido su lugar en el mundo. ¿Qué se supone que deben hacer, flotar? Es increíble, incomprensible, injusto. Pero hay lugar para la esperanza: la ACNUR se propone acabar con la apatridia para el 2024. Si quieres participar en la campaña #IBelong, firma esta carta abierta.
Qué aburrido es renovar el pasaporte. Implica encontrar un hueco en nuestras apretadas y humeantes agendas, hacerse una fotografía que rara vez nos gusta y esperar nuestro turno en una cola llena de gente desconocida. Pero el pasaporte es nuestro documento más fundamental. Acredita nuestra identidad; nuestra nacionalidad. Nos atribuye un lugar en el mundo. ¡Un país entero! Cuando la cercanía de su fecha de caducidad te arranque un gruñido, acuérdate de Gioconda Belli; de los apátridas. Valóralo. Agradécelo. Cuídalo. Millones de personas llorarían de alegría si consiguieran uno.
«Uno nunca cambia la Historia, pero lo importante es poner un granito de arena.» Gioconda Belli
Comentarios