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Para volver a nacer no es necesario morir

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Una de las preguntas que todo ser humano se formula en algún momento de su vida es si hay algo después de la muerte. Existen varias teorías al respecto y la idea de la reencarnación seduce cada vez más. Tanto es así que, para superar traumas y fobias que nos impiden avanzar en el presente, algunas terapias recurren a la regresión a supuestas vidas pasadas. El psiquiatra estadounidense Brian Weiss la practica desde hace años y ha escrito unos cuantos libros sobre el tema. Si eres una persona romántica que cree en las almas gemelas, te recomiendo leer su novela Lazos de amor.

Me gusta pensar que sí, que hay algo que dota de sentido a nuestra existencia. La física nos muestra que la energía nunca se destruye, solo se transforma. Sin embargo, me cuesta imaginarme como algo que no sea mi yo actual. Leer Maldito Karma, de David Safier, me regaló unas cuantas risas, pero también la preocupación de acabar convertida en una araña, animal que me produce auténtico pavor. ¡No quiero vivir asustando a los demás!

Si viviremos otras vidas después de esta, el tiempo lo dirá. Ahora bien, ¿estamos aprovechando nuestra vida actual? ¿Conocemos su importancia? Parece que el ser humano tiene tendencia a no valorar algo, o a alguien, hasta que lo pierde. A veces hay que morir para abrir los ojos. En sentido figurado, claro. Dicen que los gatos tienen siete vidas; que cuando parece que la muerte les sonríe, ellos le sacan la lengua y continúan como si nada hubiera pasado. Seguro que has oído alguna historia rocambolesca protagonizada por estos adorables felinos. Suele acabar con «ha vuelto a nacer». Lo que me lleva a preguntarme que, si ellos tienen siete vidas, ¿cuántas tenemos los seres humanos?

Estoy convencida de que para nacer no es necesario morir. Es fácil que, a lo largo de una vida, suceda algún acontecimiento que marque un antes y un después. Pasa algo que nos corta el aliento. La tierra se abre bajo nuestros pies y caemos sin remedio por un precipicio oscuro, profundo, solitario. Aterrizamos en un suelo gélido y tenemos dificultad para respirar. Nos quedamos con la ropa hecha trizas, la piel arañada y manchada de rojo, algún hueso roto, el corazón encogido. El miedo se instala y sentimos un dolor punzante. No podemos articular palabra. Nuestros ojos expresan pena, rabia, incredulidad. Hemos besado la muerte.

Hay ocasiones en las que ese beso se transforma en un abrazo que nos atrapa y condena. Está cargado con tanto veneno que nuestro cuerpo sucumbe y se rinde. Hemos llegado al final del trayecto. Otras veces, es tan traumático lo vivido, que sabemos que el sabor de ese beso nos acompañará de por vida y nos convertirá en muertos vivientes. Incluso podemos llegar a desear haber muerto del todo. Será necesaria una buena terapia para conseguir convivir con ello. Por fortuna, la mayoría de los besos a la muerte conllevan volver a nacer. Sobrevivimos a un accidente de tráfico, a una caída en la montaña, a un atropello, a un infarto, a una paliza, a un tumor maligno, a un ictus, a una pareja que nos rompe el corazón. En el mejor de los casos, aprendemos la lección y decidimos seguir en el tablero de juego. Pelear duro. El ser humano es un superviviente que no se rinde fácilmente, ¿verdad, Rafa Nadal?

A mis cuarenta y siete años he besado varias veces la muerte. La primera vez fue hace unos cuantos años. Viajaba en un BMW por la AP7 rumbo a Barcelona. Mi madre al volante, mi padre y yo mirando por la ventanilla derecha poco después de cruzar La Jonquera. Había, todavía hay, un fuerte desnivel entre los dos sentidos de la marcha, lo que hizo que circuláramos varios metros más abajo que los que iban en dirección contraria. Delante, un largo camión. De pronto, y con un volantazo, mi madre nos cambió de carril y el velocímetro se disparó. Adelantamos al camión en cuestión de milésimas de segundos y, aunque mi padre preguntó qué sucedía en repetidas ocasiones, mi madre no respondió. Apretaba los dientes y sujetaba el volante con tanta fuerza que sus manos estaban blancas. Volamos por la autopista en un silencio tenso que solo finalizó cuando nuestro coche se detuvo en un área de descanso. Mi madre temblaba mientras nos mostraba el lateral izquierdo del vehículo. Estaba destrozado, ¡tenía incrustados un montón de cristales! Pertenecían a un coche que, subiendo hacia Francia, se salió de su carril, rompió las barreras laterales y se precipitó hacia abajo. Mi madre lo vio por el rabillo del ojo y supo que nos caería encima si no salía pitando de allí. Gracias a su maestría al volante y a la potencia del motor de nuestro coche, nos salvamos. Pudimos haber muerto. En cierto modo, así fue.

Volví a nacer cuando, con catorce años, fui víctima de un intento de secuestro. También estuve a punto de morir del todo en octubre de 2018. Volaba a casa desde Londres después de un fin de semana maravilloso. Cuando ya casi llegaba a mi destino, el aparato empezó a agitarse en el aire y se encendieron las señales luminosas de obligatoriedad del cinturón. Las sacudidas eran fuertes y seguidas, y se abrió más de un armario, cuyo contenido cayó sobre algunos pasajeros. El piloto, con voz entrecortada, nos informó de que estábamos inmersos en un temporal. La cosa era tan seria que, desde la torre de control de El Prat del Llobregat, le ordenaron que diera media vuelta. Aterrizó en el aeropuerto de Toulouse, junto a otros aviones redirigidos. Los pasajeros, al encender nuestros teléfonos móviles, descubrimos que Barcelona estaba siendo azotada por una tormenta tropical muy peligrosa. ¡Se había transformado en huracán! Leslie, se llamaba. Ya se tenía noticia de ella cuando nuestro avión partió de Londres. Permitirle volar fue una auténtica temeridad. En Toulouse, nos dejaron en el avión sin contarnos nada de lo que estaba pasando. Pasamos miedo y nos aterraba la idea de volver a volar. Tres horas más tarde, cuando Leslie redujo su furia, el piloto volvió a intentarlo. Aterrizamos de madrugada, y pasajeros y personal de vuelo aplaudimos con todas nuestras fuerzas. Volvimos a nacer.

He vivido más muertes y amaneceres, porque también me he sentido morir cuando he perdido a algún ser muy querido o cuando le ha sucedido algo espantoso. Con cada beso a la muerte he aprendido a valorar más la existencia; a intentar vivirla de forma plena; a no perder el tiempo con tonterías o con personas que solo restan; a denunciar injusticias y groserías; a defender mis ideales y mis sueños; a agarrar la alegría y convertirla en mi bandera. Cuando flaqueo, cuando la tristeza, la desilusión o la impotencia quieren ganarme la partida, me recuerdo que para volver a nacer no es necesario morir. Cada piedra en el camino me hace más fuerte y más sabia; más consciente de que todavía queda camino por recorrer. Celebro vivir y, sobre todo, elijo vivir. ¿Sería la misma si no hubiera muerto más de una vez? 

Fotografía: desierto de la Punta del Fangar, Delta de l’Ebre.

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Publicado en Historia real Naturaleza

2 comentarios

  1. Gloria Gloria

    ¡Qué suerte todas esas vidas y formar parte de algunas de ellas! Gracias por este texto emocionante, amiga.

    • Virginia Virginia

      Gracias a ti por leer el texto. ¡Por más vidas compartidas!

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