
Las peluquerías son lugares que transforman. Te cortan el pelo, te lo tiñen y ¡te lo perfuman! Que si un champú con olor a golosina de plátano, que si una espuma con aroma de chicle de fresa, que si un aceite contra el encrespado que huele a jazmín. Siempre que voy a la peluquería salgo oliendo bien. A ver, no me malinterpretes. Me ducho cada día y con jabón, así que no huelo mal. Pero cuando salgo de la peluquería estoy envuelta en aromas dulces y agradables. Y sonrío.
No sé si la gente con la que me cruzo se da cuenta del olor que desprendo, pero en casa te aseguro que no pasa desapercibido. En cuanto cruzo la puerta y me agacho para saludar a mi amiga Trufa, ella clava su hocico en mi cabeza. Supongo que le gusta lo que huele porque mueve la cola. Lo pasaba peor cuando me olisqueaba Betty, mi amiga gatuna, porque después acostumbraba a relamerse. Quizá fuera porque las gominolas se hacen con gelatina de pescado. Por suerte, nunca me hincó el diente.
La primavera es una estación muy olorosa. Las flores, para garantizar la supervivencia y reproducción de la planta, producen un agradable aroma que atrae a insectos polinizadores, murciélagos y pájaros. También son capaces de alertar a sus vecinas de la presencia de un depredador. Para ello, lanzan moléculas al aire como quien manda un WhatsApp. Las otras plantas reciben el mensaje y varían su aroma para evitar ese depredador. No está mal ¿verdad? Es la misma táctica que utilizan las acacias de la sabana africana para ahuyentar a las jirafas.
En verano, con las temperaturas en niveles de rascacielos, abundan otro tipo de aromas. No todo el mundo usa desodorante ni se ducha cada día y eso, cuando se suda, se nota. Durante los trayectos en metro, cuando los vagones están llenos a rebosar y hay un montón de brazos estirados para sujetarse y no caer, es habitual ver expresiones de asco. Las personas bajas lo tenemos peor, porque las axilas de las altas quedan a la altura de nuestras narices. ¡Ay!
Desde la Edad de Piedra, el ser humano ha buscado la manera de contrarrestar los malos olores y de agradar mediante los buenos. Por aquel entonces, y para complacer a las divinidades, se quemaban maderas aromáticas y resinas que desprendían un grato olor. Esta manera de obtener olores a través del humo, «per fumum» en latín, fue el origen del término «perfume». Para saber más sobre este fascinante invento, visita La academia del perfume.
Somos capaces de oler porque dentro de la nariz hay unos receptores cuya misión es detectar distintas moléculas olorosas. La nariz humana tiene 350 receptores, la de un ratón, 1.200 y la de un elefante, 2.400. A la luz de estos números, es lógico pensar que cuanto mayor es el animal, mejor es su olfato. ¡Error! La polilla tiene un olfato cien mil veces más sensible que nosotros. Sí, ese bicho insignificante que se empeña en visitar tus armarios roperos tiene un sentido olfativo bastante mejor que el tuyo. Según Bill Hansson, director del Departamento de Neuroetología Evolutiva del Instituto Max Planck de Ecología Química, una polilla es capaz de detectar el olor de un paquete de azúcar disuelto en el Mediterráneo. Pequeñas, ¡pero matonas!
La historia de la polilla la conozco gracias al libro que acaba de publicar: Cuestión de olfato. Historias asombrosas sobre el mundo de los olores. En él cuenta anécdotas capaces de despertar la curiosidad de la persona más indiferente del planeta y, sobre todo, explica que el olor es fundamental en la comunicación de las especies. El problema es que el ser humano está empeñado en emitir gases contaminantes que lo apestan todo y, encima, varían el olor de las cosas. Hasta tal punto, que los insectos no son capaces de encontrar las flores que tienen que polinizar. Y si se acaba la polinización… Adiós.
Si queremos seguir vivos, si queremos oler bien y tener vida social, tenemos que actuar de forma responsable con el planeta. Toca cuidar de los insectos voladores con los que nos cruzamos, aunque tengan un aguijón; en caso de vivir en la ciudad y tener balcón o terraza, podemos favorecer su presencia con plantas que les atraigan, como la lavanda o el diente de león; en caso de tener una plaga, podemos utilizar remedios caseros que repelen pero no matan. ¡Los bichos se marcharán a otra parte! Si ni de broma vas a favorecer la presencia de esos seres de seis patas en tu hogar, al menos no uses un insecticida cada vez que veas un intruso. Es tóxico incluso para ti. Ármate de valor y enséñale la salida de tu casa (si puede ser no en forma de cadáver). Venga, ¡tú puedes!
¿Verdad que es maravilloso que alguien te diga que hueles bien? No disimules, seguro que sonríes cuando te lo dicen. Y, ¿qué te parece el lavado de pelo en la peluquería? La postura es incómoda, pero te masajean la cabeza e inhalas aromas deliciosos. Es un momento relajante tipo «pídeme lo que quieras». Los aromas agradables y naturales defienden la alegría. No en vano, los psicólogos opinan que el uso de estas ricas esencias aumenta la autoestima y favorece las relaciones sociales. Por el bien común, ¡úsalas!
«Compórtate de manera que el aroma de tus acciones realce la dulzura general de la atmósfera.» Henry David Thoreau.
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